Decía Robin Wall Kimmerer* que, por Navidad en su casa, siempre se hicieron regalos hechos a mano y ella pensó durante un tiempo que esa era la definición de regalo: hacían cerditos con botellas viejas de lejía para guardar el dinero, salvamanteles con pinzas de la ropa, marionetas con calcetines inservibles. Su madre decía que era porque no tenían dinero para comprar cosas en la tienda, pero ella no veía penuria alguna en ello, sino un gran valor.
A su padre le encantaban las fresas silvestres, y para celebrar el día del Padre, preparaban un pastel de fresas: su madre horneaba la masa y batía la nata montada y ella y sus hermanos se encargaban de ir a recoger la fruta por los campos; comían más que recogían y echaban el día entero. Para su padre, ese pastel era el mejor regalo posible o eso les hacía creer. Era un regalo que no podía comprarse. “Cuando recogíamos las fresas, no nos dábamos cuenta de que el regalo lo hacía la tierra, no nosotros. Nuestro regalo era el tiempo y la atención y el cuidado y los dedos rojos[1]”.
Entender las fresas como regalo, lo explica esta botánica activista, significa que la planta ha pasado parte de su vida en producir azúcar y semillas, olores y colores para aumentar sus posibilidades evolutivas, ya que si consigue que alguien disemine sus frutos, sus genes se transmitirán con más facilidad que los de otras plantas menos apetecibles, por lo que nuestra relación con las plantas y el mundo que nos rodea tiene consecuencias adaptativas. Con qué generosidad nos entregan el alimento. Se entregan a sí mismos, entregan su vida para que nosotros podamos vivir. Y al entregar su vida, aseguran su supervivencia. Cuando nosotros aceptamos con respeto sus frutos, contribuimos a su beneficio, en el círculo de la vida, en la cadena de reciprocidad y cumpliendo los principios honorables[2] de: tomar lo que se nos ofrece, utilizarlo bien, agradecer el regalo y dar algo a cambio, en definitiva, corresponder como se debe a un don que recibimos.

Robin procede de una tribu indígena norteamericana, y en la cultura de su pueblo, los dones de la tierra y los regalos que nos hacen los demás crean relaciones particulares, una suerte de obligación de dar, recibir y corresponder.
El origen y naturaleza del regalo que recibes altera su significado: una fresa o un par de calcetines, por ejemplo, regalo o mercancía? Si compro un par de calcetines en la tienda, me aporta calor y confort, puedo sentir quizá gratitud hacia la oveja que produjo la lana y el trabajador que les confeccionó, pero no siento hacia los calcetines una obligación inherente en cuanto mercancía, en cuanto propiedad privada. El único vínculo que establezco son las gracias educadas que le di al vendedor, la reciprocidad terminó en el momento en que le pagué por ellos. El intercambio terminó y ya son de mi propiedad.
En cambio, si los hubiera tejido mi abuela y me los hubiera regalado, eso lo cambiaría todo: se lo agradecería de forma especial, y me aseguraría de regalarle algo a la altura de ellos para corresponderle, ese tipo de regalo establece una relación más duradera, ya que establece un vínculo emocional entre dos personas.
Para los pueblos indígenas, el valor de un regalo se basa en la reciprocidad: cuanto más se comparte algo, más valor adquiere, esta es la mentalidad de las sociedades que consideran la tierra como un don para la comunidad: los regalos son para ponerse en circulación y que vuelvan de nuevo a las manos de los que los regalaron, es el movimiento incesante el que aumenta su valía.
Para las sociedades basadas en la propiedad privada, que excluye la noción de lo común, el regalo se considera algo valioso, que debes quedártelo, y se considera gratuito, porque lo obtenemos libre de cargo, sin coste alguno. Pero, en la economía de los dones, que se practica en las tribus indígenas, los regalos no son gratuitos. La esencia del regalo es que crea una serie de relaciones. Para el pensamiento occidental, la propiedad privada de la tierra se sustenta en una “lista de derechos”, sin embargo, en la economía de los dones, la propiedad lleva consigo una “lista de responsabilidades”. Un don que recibes no es a cambio de nada, sino a cambio de las obligaciones que lleva consigo.
Las fresas silvestres, de la tarta de su padre, encajan en su definición de regalo, las que se compran en el supermercado no. Eso supone que las relaciones entre el ser humano y las fresas se transforman cuando cambiamos nuestra forma de entenderlas: es la percepción humana la que hace del mundo un regalo, y en esa percepción, tanto las fresas como los humanos resultamos transformados. Los vínculos de gratitud y reciprocidad que se establecen pueden aumentar la aptitud evolutiva de la planta como del ser humano.
Una especie y una cultura respetuosas con el mundo natural, capaces de corresponder a sus dones, pasarán sus genes a las generaciones siguientes con más facilidad que aquellas especies y aquellas culturas que lo destruyen[3].
En otras épocas, en la memoria de estas tribus indígenas, cuando la gente unía sus vidas íntimamente con la tierra, el mundo se reconocía como un regalo, y la gente recibía sus dones con gratitud, respeto y amor.
“Cuando no hay gratitud a cambio, el alimento no satisface. Llena el estómago, pero deja hambriento al espíritu. Algo se ha roto cuando la comida procede de una bandeja de poliestireno envuelta en plástico, el caparazón de una criatura que no conoció más vida que la de una jaula atestada. Esa vida no es un regalo, es un robo”[4]
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad la norma general fue la distribución comunal de los recursos, hasta que apareció una construcción social en la que todo se convierte en mercancía que ha de comprarse o venderse[5]. Este relato de la economía de mercado se ha extendido como un incendio descontrolado, con resultados desiguales para el bienestar humano y la devastación del mundo natural.
A ello se une la tradición occidental que establece una jerarquía entre los seres vivos en la que el ser humano se coloca en la cima -en la cúspide de la evolución- y las especies vegetales en la base, cuando para los saberes indígenas el ser humano es el hermano pequeño de la Creación, la criatura con menos experiencia y quién más debe aprender del resto de las especies, que son las maestras que nos guían, las que llevan aquí mucho más tiempo que nosotros, las que son capaces de utilizar la luz, la tierra y el agua para crear alimentos y medicinas, y después nos los entregan.
Para Robin W. Kimmerer, todo esto son relatos que nos hemos contado, y somos libres de contarnos otros diferentes, o recuperar los antiguos.
Podemos elegir: hay relatos que nos pueden inspirar para conservar los sistemas de vida de los que dependemos, permitiéndonos vivir con gratitud y asombro ante las riquezas y generosidad del mundo, o podemos seguir considerando al mundo entero como una mercancía, y es entonces cuando acabamos sumidos en la pobreza.
Podemos inspirarnos en los relatos que nos piden que repartamos los dones que recibimos, que celebremos nuestro parentesco y vinculación con el mundo natural que nos rodea y acoge, porque cuando lo recibimos como un obsequio -bien entendido-en constante movimiento, nos hacemos ricos.
Y terminamos con unas preguntas que lanza Robin W. Kimmerer al corazón de cada lector: ¿Cómo volveremos a comprender el mundo como un don? ¿Cómo sacralizaremos de nuevo nuestra relación con él?
En esta época de cuentos y regalos navideños, podríamos inspirarnos en el legado de esta activista por la ecología y los derechos de las tribus indígenas, para “contarnos” nuevos relatos, que rescaten la sabiduría ancestral de los viejos, para que puedan ser remedios con los que sanemos nuestra relación con la tierra, que está rota.
Vamos a contarnos historias que imaginen una relación entre la gente y la tierra en que ambas se cuiden y sanen sus heridas mutuamente.
Sería un bonito regalo para nuestros hijos, porque quizá, además de preocuparnos de qué planeta les dejemos a nuestros hijos, podríamos pensar también en qué hijos le vamos a dejar a nuestro planeta.
[1] Pág. 38, Kimmerer, R. W.: “Una trenza de hierba sagrada”.
[2] Para las culturas nativas, se trata de un código colectivo de principios y prácticas que rigen los intercambios entre las distintas formas de vida, entre otros como: Tomar solo lo que necesitas, nunca más de la mitad.
[3] Una relación con la naturaleza basada en los dones se basa en reconocerla como parte de nosotros mismos, no como algo extraño o ajeno que podamos explotar. Lewis Hayde: “El don: el espíritu creativo frente al mercantilismo”, 1ª ed. 1979. Más info en: https://www.anred.org/2021/07/11/la-economia-del-regalo-y-del-wendigo-ciencia-sabiduria-indigena-y-plantas/
[4] Pág. 44, Kimmerer, R.: “Una trenza de hierba sagrada”, 2015
[5] «Las sociedades capitalistas modernas, por muchos bienes de que dispongan, están sujetas a los planteamientos de la escasez. El principio que rige a los pueblos más ricos del mundo es el de la insuficiencia de los medios económicos». Marshall Sahlins, antropólogo.